Uno de los catalizadores más potentes para la adoración vital es la conciencia de la grandeza y misericordia de Dios. Fue esa conciencia lo que movió a los hijos de Coré a entonar este cántico: «Batid las palmas, pueblos todos; aclamad a Dios con voz de júbilo. Porque el Señor, el Altísimo, es digno de ser temido; Rey grande es sobre la tierra» (Salmo 47.1–2) y «Grande es el Señor y muy digno de ser alabado» (Salmo 48.1a). Cuando contemplamos a Dios de esta forma, no podemos dejar de asombrarnos y maravillarnos y entonces logramos confesar como Isaías: «¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos» (Isaías 6.5). La necesidad más grande entre los cristianos de hoy no apunta a nuevos programas, ni a realizar nuevos análisis de población, tampoco a nuevos programas educativos. Ni siquiera se relaciona con dictar o no más conferencias. Lo que desesperadamente necesitamos es, a penas, un tenue resplandor de la grandeza, majestad, perfección, poder, misericordia, bondad, y generosidad amorosa del Dios al que servimos. Nos urge adorarlo, conocerlo y descubrir cual es su perfecta voluntad para la presente generación. El autor del Salmo 33 nos guía a reconocer la grandeza de Dios y, de esa manera, a adorarlo. El salmista empieza llamándonos a la adoración y proponiéndonos maneras de cómo practicarla. Luego presenta dos atributos de Dios como razones para adorarlo. Por último, invita a esperar en el Señor. Vamos a analizar el Salmo para descubrir qué nos enseña acerca de Dios y la adoración. El llamado a la adoración «Cantad de júbilo en el Señor, oh justos; apropiada es para los rectos la alabanza. Dad gracias al Señor con la lira; cantadle alabanzas con el arpa de diez cuerdas. Cantadle cántico nuevo; tañed con arte, con voz de júbilo.» (Salmo 33.1–3) Todos los Salmos están diseñados para ser cantados. Pero, cuando observamos que el verbo «cantar» se menciona explícitamente sesenta y ocho veces en el libro de los Salmos, entonces, sí logramos una idea de cuán importante es el canto como expresión espiritual. Ahora entendemos por qué Longfellow, poeta estadounidense, calificó la voz humana como «¡el órgano del alma!» En la Biblia, el canto es la práctica más usada para adorar, y cuando los salmistas exhortaban a la adoración, a menudo empezaban invitando al pueblo de Dios a cantar. Somos llamados a cantar «con júbilo». Qué tristeza produce ver cómo algunas congregaciones del pueblo de Dios tratan con letargo a tantos buenos himnos, de manera tal, que nunca dieron paso a las palabras para que ¡se aferraran a sus corazones! Jesús afirmó que de la abundancia del corazón habla la boca (Mateo 12.34). Cuánto más deberíamos cantar con corazones rebosantes, tan llenos de la gracia, bondad, y misericordia de Dios, de modo que ellos mismos se conviertan en fuente de agua viva capaz de ¡bañar a todo el mundo! Imagine el ambiente dentro del templo en Jerusalén. La hermosa estructura, con las cortinas y los ornamentos de oro y plata, los altares, el incienso, todo formaba un notable despliegue de magnificencia como para quitarle el aliento, incluso, hasta al más indolente. Reconstruya mentalmente la imagen del pueblo de Dios cantando con todas sus fuerzas, acompañado de harpas, liras, címbalos, cuernos, y gran variedad de instrumentos musicales tocados «diestramente». Sospecho que hasta, incluso, prorrumpían en gritos de júbilo . Si estuviera presente, ¿qué opinaría de un culto con esas características hoy en día? Para mí resulta difícil imaginármelo. Pero si usted permaneciera el tiempo suficiente, como para permitir que la atmósfera de adoración lo atrapara, y si atendiera a las palabras del cántico sobre la grandeza,, misericordia,, santidad y amor de Dios, seguramente, jamás sería el mismo. El salmista nos llama a todos a una adoración exuberante a Dios. No encuentro nada malo en adorarlo en silencio. («Estad quietos, y sabed que yo soy Dios; exaltado seré entre las naciones, exaltando seré en la tierra» [Salmo 496.10] ). Si embargo, Dios también quiere que Su pueblo lo adore con toda la emoción de una banda o de un grupo de niños que juegan. Quizá, para entrar al Reino, necesitamos convertirnos más «como niños» de lo que usualmente pensamos (Mateo 18.3). El Dios a quien adoramos Después de llamarnos a adorar y reconocer qué «apropiada es para los rectos la alabanza» (v. 1b), el salmista indica las razones. Señala varios de los atributos de Dios: rectitud y fidelidad (v. 4), justicia, derecho y misericordia (v. 5), pero se concentra en dos: su omnipotencia (vv.6–11) y su providencia (vv. 12–19). También enfatiza dos acciones de Dios: hablar («la palabra de Dios» versículos 4 y 6, y «él habló» y «mandó», versículo 9) y ver (el Señor mira desde los cielos y ve a todos… él observa», versículos 13 y 14, y «los ojos del Señor», versículo 18). Observe cómo el salmista expone la majestad de Dios: «Porque la palabra del Señor es recta; y toda su obra es hecha con fidelidad» (v. 4). Cuando Dios trata con nosotros, siempre obra consistentemente con Su carácter justo y recto. Él es recto. Por tanto todo lo que él realiza con respecto a nosotros es recto. «El Señor ama la justicia y el derecho; llena está la tierra de la misericordia del Señor» (v. 5). El amor de Dios es leal, firme, inmutable. Por eso, mantiene el pacto con Su pueblo. Probablemente con esta visión acerca de Dios podamos entender la confesión de Pablo: «Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8.38–39). La omnipotencia de Dios Luego, en los versículos 6–9, el salmista comenta sobre la omnipotencia de Dios, y para ilustrarla utiliza dos recursos, el primero, la creación: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, y todo su ejército por el aliento de su boca» (v. 6). En mi opinión, el salmista resalta en estos versos la grandiosa obra hecha a través de un acto tan pequeño. Una sola palabra de Dios fue suficiente para crear los cielos. Martín Lutero, reformador del siglo XVI, debe de haber gozado de cierta conciencia del asombroso poder de la palabra de Dios cuando escribió la tercer estrofa de «Castillo fuerte»: Aunque estén demonios mil prontos a devorarnos, no temeremos, porque Dios sabrá cómo ampararnos. Que muestre su vigor Satán, y su furor; dañarnos no podrá; pues condenado es ya por la Palabra Santa.
El segundo recurso del salmista para ilustrar la omnipotencia de Dios es el control que el Señor ejerce sobre la naturaleza: «Él junta las aguas del mar como un montón; pone en almacenes los abismos» (v. 7). Incluso, el extraordinario y agitado poder del rebelde mar, capaz de consumir miles de vidas en su furia, se somete a Dios. Luego nos indica cuál debe ser nuestra respuesta apropiada: «Tema al Señor toda la tierra; tiemblen en su presencia todos los habitantes del mundo» (v. 8). Esta es la respuesta apropiada ante semejante despliegue del carácter y poder de Dios. Ella impulsa cada extraordinario e inexplicable movimiento del Espíritu. Dichos movimientos empiezan no cuando nos sentamos a calcular y planear, sino cuando adoramos a Dios, cuando nos percatamos de cuán grande es él y de cuánto quiere obrar en y a través de nuestras vidas. Esta percepción de la grandeza de Dios debe —si verdaderamente buscamos encaminarnos a la renovación— contrastar con la pequeñez del hombre. Por esa razón el temor es una respuesta apropiada cuando nos encontramos cara a cara con la magnificencia del carácter y poder de Dios. Es la respuesta que Job ejemplifica, el cual, después de escuchar asombrosas proclamaciones de las magníficas obras de Dios, respondió de esta forma: «He sabido de ti sólo de oídas, pero ahora mis ojos te ven. Por eso me retracto, y me arrepiento en polvo y ceniza.» (Job 42.5–6). Y, paradójicamente, cuando respondemos de esta manera, reconociendo nuestra pequeñez, nos fortalecemos en Dios (2 Corintios 12.10). Examine el impacto que las palabras de Job produce en su propio corazón. ¿Qué ocurre en su interior? ¿No se siente movido a arrodillarse humillado ante Dios? No obstante, Job confesó este cambio en él cuando estuvo completa y dolorosamente consciente de su propia pequeñez y debilidad, cuando menospreció su propio ser. ¿Qué ocurre en su corazón cuando lee la declaración de Juan el Bautista: «es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Juan 3.30)? ¿No siente que debería seguir su ejemplo, que debería negarse a usted mismo por amor a Jesús? De esta forma, el salmista establece ante nosotros una razón para adorar y temer a Dios: «Porque él habló y fue hecho; el mandó, y todo se confirmó» (v. 9). Él exalta la omnipotencia de Dios que se manifiesta en la creación y en Su control sobre la naturaleza. Luego de la naturaleza comenta acerca de la omnipotencia de Dios sobre el hombre: «El Señor hace nulo el consejo de las naciones; frustra los designios de los pueblos.» (v. 10). Un remedio contra el miedo Vivimos en una época peligrosa y llena de temor. No solamente las personas que no son creyentes están llenas de temor; los cristianos parecen también estar abrumados por la ansiedad, la desconfianza y la desesperación. Eche un vistazo a la literatura que se encuentra en nuestras librerías y verá que mucha de ella se relaciona con el miedo: miedo al movimiento de la Nueva Era, de inmiscuirse en la secularización, del comunismo, de los cultos, del hambre y la guerra y los desastres naturales, del humanismo, y de los roqueros punk. Pero de nuevo me impacta la sencilla y acertada afirmación de Lutero, «…dañarnos no podrá; pues condenado es ya por la Palabra Santa». Realmente, eso es todo lo que se necesita: ¡una pequeña palabra de Dios! Nuestro mayor enemigo no anda «allá afuera». El enemigo más grande de la iglesia evangélica —a mi parecer— es nuestra falta de percepción de la grandeza y del poder de Dios. Nuestros enemigos más grandes somos nosotros mismos y nuestra incredulidad, nuestra ceguera en cuanto a quién es realmente Dios. Por eso, un día —de hecho una semana— de oración, en el que cultivemos una íntima comunión con Dios a fin de que nuestra mente alcance los pensamientos de Él, resulta absolutamente crucial para nuestra vida espiritual como individuos y como Cuerpo. Esa comunión con Dios debiera fundamentar todo lo que realice la iglesia. Si Dios quisiera quitar a nuestros enemigos podría cumplir su deseo en un santiamén. Y cuando le plazca consumarlo, lo hará. En fin, no tememos a nada de lo que los enemigos de Dios y de Su pueblo busquen causarnos. ¡Él «hace nulo el consejo de las naciones; frustra los designios de los pueblos»! No le temo a nuestros enemigos tanto como temo perderme lo que Dios pretende para mí en este mundo. Aunque él anula los planes de los hombres, «el consejo del Señor permanece para siempre, los designios de su corazón de generación en generación» (v. 11). Muéstrame los planes de los hombres y yo te argumentaré que son frágiles y destinados a fallar. Pero háblame de los planes de Dios y apostaré mi vida a ellos. Un antídoto contra el cansancio En el verso principal el salmista afirma: «Bienaventurada la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que él ha escogido como herencia para sí» (v. 12). ¡Por supuesto que es bendita! Es la niña de sus ojos. Pertenece al Dios que hizo los cielos y la tierra, el mar y todo lo que hay en él, el cual habló y las cosas fueran hechas, el cual anula el consejo de las naciones pero cuyos ¡planes permanecen para siempre! En mi opinión, la razón por la cual periódicamente nos cansamos en el culto es porque olvidamos cuán grandioso y profundo es el afecto que este extraordinario y eterno Dios nos prodiga. Este Salmo nos recuerda la grandeza y el afecto del Señor, de manera resulta un antídoto idóneo contra nuestro cansancio y letargo. El salmista argumenta que la omnipotencia del Señor es motivo para la adoración efusiva a Dios. Él gobierna y reina en los cielos y él gobierna y reina sobre los propósitos de los hombres impíos de la tierra. Él es Dios. La providencia de Dios El siguiente atributo que el salmista asoma es la providencia omnisciente de Dios: «El Señor mira desde los cielos; él ve a todos los hijos de los hombres. Desde el lugar de su morada Él observa a todos los habitantes de la tierra» (v. 13–14). La imagen es que Dios está en su trono en el cielo, seguro; él no está desanimado, ni sobrecargado, no está preocupado o temeroso; él está en paz porque sostiene todo en sus manos. Él controla todo. «Nuestro Dios está en los cielos, él hace todo lo que le place. (Salmo 115.3). Dios «que modela el corazón de cada uno de ellos … todas las obras de ellos entiende» (Salmo 33.15). El propio centro del pensamiento humano y del origen de toda la actividad humana queda al descubierto delante de Dios. Por medio de Jeremías el Señor advierte: «Más engañoso que todo, es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?» Luego responde: «Yo, el Señor, escudriño el corazón, pruebo los pensamientos, para dar a cada uno según sus caminos, según el fruto de sus obras» (Jeremías 17.9, 17.10). Dios nos conoce infinita e íntimamente. Él entiende justo lo que nos hace palpitar. Él discierne nuestros motivos así como nuestros actos. Él sabe lo que pensaremos y haremos antes de que nosotros mismos lo sepamos. ¡No cabe duda, entonces, de que él anula nuestros planes cuando considera necesario hacerlo (v. 10)! ¡No cabe duda, entonces, de que sus planes permanecen para siempre! Ahora el salmista escribe sobre los efectos del poder de Dios en las personas de su pueblo: «El rey no se salva por gran ejército; ni es librado el valiente por la mucha fuerza. Falsa esperanza de victoria es el caballo, ni con su mucha fuerza puede librar» (vv. 16–17). El fundamento de la victoria de los cristianos no radica en formar mentes agudas, bien afiladas y educadas capaces de escribir libros que defienden las virtudes del cristianismo. Nuestra fortaleza no está en nuestros apologistas, ni en nuestros teólogos ni en nuestras extraordinarias organizaciones. Está en la grandeza de nuestro Dios. Nos urge renovar en nuestros corazones aquella percepción que teníamos acerca de Dios en el momento de nuestra regeneración de que él es grandioso y maravilloso. «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Corintios 2.9; cf. Isaías 64.4). Cada vez que dejamos de asombrarnos por Dios o tratamos de explicar racionalmente nuestra relación con el Señor o con Su cuerpo —el cual es «grande misterio» (Efesios 5.32)— luchamos con el origen de nuestra fe, menguamos nuestra fuerza, la cual debería basarse en la grandeza de Dios en el reconocimiento de la debilidad del hombre. Nuestra vida espiritual empieza con un vislumbre de gloria y llegará a su clímax contemplando por siempre esa gloria. Si ningún rey se salva por sus ejércitos y caballos, y aún así hay rescate: «…los ojos del Señor están sobre los que le temen, sobre los que esperan en su misericordia, para librar su alma de la muerte, y conservarlos con vida en tiempos de hambre» (vv. 18–19). Este mismo Dios que creó los cielos con una palabra y que frustra los planes de las naciones observa a su pueblo con amor infinito. Y desde los cielos nos protege. Nos guía. Observa cada una de nuestras necesidades, y conoce cada una de ellas antes de que se la expongamos (Mateo 6.8). Espera en el Señor ¿Cuál es nuestra respuesta a todo esto? «Nuestra alma espera al Señor; él es nuestra ayuda y nuestro escudo.» (v. 20) No cabe duda de que enfrentamos grandes problemas en el mundo, en la iglesia, en nuestra familia, y en nuestro corazón. Nuestra respuesta natural es escabullirnos en todas direcciones tratando de resolverlos. Pero esa respuesta denuncia nuestra ignorancia, negligencia, o desconfianza de la omnipotencia y providencia de Dios. Dios nos llama, en lugar de eso, a esperar Su tiempo. Cuando esperamos en él, lo honramos pues demostramos que consideramos su guía de extrema importancia. Un aspecto de la adoración, entonces, es esperar la dirección de Dios antes de actuar. Cuando procedamos así, seremos capaces de confesar con el salmista «en Él se regocija nuestro corazón, porque en su santo nombre hemos confiado» (v. 21). El salmista concluye su exhortación con una oración «Sea sobre nosotros tu misericordia, oh Señor, según hemos esperado en ti» (v. 22). Cuando vemos suficiente de la omnipotencia y providencia de Dios como para sobrecogernos con asombro; cuando confiamos en que él nos protege y establece sus planes; cuando adoramos a Dios desde lo más profundo de nuestro corazón, entonces podemos esperar en él con esperanza intrépida. Acerca del autor Dr. John Hannah es profesor de teología histórica en el Seminario Teológico de Dallas. Este artículo es una adaptación de su mensaje en la Conferencia de Liderazgo del Equipo de trabajo de los Navegantes de Estados Unidos en diciembre de 1984. Este artículo se publicó por primera vez en Discipleship Journal. Usado con permiso del autor. Título del original: A New Song Copyright por John Hannah. Todos los derechos reservados. Traducido y adaptado por DesarrolloCristiano.com, todos los derechos reservados. |